martes, 17 de marzo de 2009

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La madre era una joven alemana que había llegado a principios de siglo y se casó con un joven sureño descendiente de mapuches. Ninguno de los dos era alemán o mapuche, eran ellos simplemente,ese es el sentimiento mestizo, no pertenecer a ningún lado, sólo ser, y ellos eran, eran lo que debían ser en una región.

Luis pasó su infancia en una escuelita rural, esas donde sólo hay un curso con niños de distintas edades, algunos más pequeños y otros más grandes, todos con las manos ásperas y olor a estiércol y tierra. La escuelita era un lugar horrible, la pintura descascarada, las maderas roídas, parecía que en cualquier momento se caería, como esas casas que aparece en las noticias después del huracán. La única sala, era más bien un cuarto pequeño lleno de sillas y mesas hechas a mano, una y otras vez pintadas del mismo color, un café claro, para que no se notara el paso del tiempo, la decadencia del lugar.

La vieja capilla celeste en medio del camino, con su cristo redentor, el salvador de la humanidad, todos nos persignamos para que dios y su hijo sentado a la derecha nos vean y nos salven. El camino de tierra y piedra, largo y lleno de álamos que se mueven al vaivén del viento, de esa brisa que se alimenta de la soledad del campo. Camino lentamente, aún es temprano, las clases comienza más tarde, pero mi padre siempre me echa antes al colegio, el sol aún no aparece, sé que no soy el único caminando, veo a veces sombras, jinetes de campo que llegan al amanecer a sus casas. A ver a sus esposas que los esperan en la cocina de leña con el fuego incidido y las manos en la mezcla lista para hacer el pan del día. El café servido y el olor al pan recién cocinado se mezclan con el aroma de la tierra mojada y el cantar de los gallos. Son las seis o las siete, no importa, el universo es pequeño y explota, comienza a funcionar con la llegada del hombre y su caballo a la casa de campo. Pienso que el camino de arriba, el del cielo y sus estrellas, es la única guía que existe en este lugar, donde los mapas son señales ambiguas. Dobla en la casa rosada, llega a la posta, camina por la cerca, cruza el bosque de pinos, pasas por el puente, llegas al poso de los Monte-Alba, cruzas su fundo y ahí está el lugar donde quieres llegar. Veo como el sol aparece y a los niños llegar a la escuelita, a esa vieja casa en medio de la tierra y las vacas. Veo al profesor con su cara arada por los años, el sol, el frío y la soledad. A veces mi padre me cuenta que se encuentra con el profesor borracho en la cantina del pueblo y que dice que va a matar a todos esos pendejos. En esas noches tengo pesadillas, veo al profesor pateando al suelo a las niñas y luego la escuela quemándose, todos estamos adentro, gritamos pero nadie nos escucha, sólo nos miran y se persignan. Ruegan por nuestras almas pecadoras, sacan sus rosarios, los “ave María” y los “padre-nuestros”.

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